El último talismán de la bohemia

VIDAS REVUELTAS

CARLOS OROZA / Poeta

Era el ‘beat’ de la bohemia de los cafés. El poeta que escribía prendiendo un barreno de dinamita. No tenía ni Dios ni amo y pasaba el día en el Lyon, en El Comercial, en el Gijón, como un vietnamita de matorral, esperando el momento de abalanzarse a dentelladas sobre el silencio de Gerardo Diego o sobre los poetas perfumados de la Juventud Creadora. Carlos Oroza (Viveiro, Lugo, 1923) vivía con una dieta de saimazas que nunca pagaba. Algunos días echaba el lazo a una estudiante con los dedos manchados de boli y entonces cambiaba el registro del cortado largo de leche por unas espinacas rehogadas en El Comunista.

Era el inquilino luminoso de ese gulag que fue, para algunos escritores, el nudo de calles de Madrid, del centro de Madrid, donde iba derramando versos con una oralidad a lo Allen Ginsberg, aunque con claroscuros gallegos. Concibe la vida como una perfomance de estampida bulliciosa y triunfal. «En los años de Madrid fue un divino del hambre. Un pequeño mito de los peluches del café», cuenta Raúl del Pozo. Una estrella del rock de la nada.

Algunas tardes se dejaban caer por el Gijón hispanistas y profesores buscando la estela de aquel poeta zumbado que presumía de no comer, como un asceta con los pelos locos y la barbilla en punta. Cultiva un malditismo de desplazamientos psíquicos que lo transportan a territorios extraordinarios. «Pocos tienen tanto derecho a ser llamados maestro», dijo de él no hace mucho Pere Gimferrer. Y es que Carlos Oroza es el jefe de expedición de su propia aventura. Lobea en un territorio propio, el de la clandestinidad. Nadie sabe muy bien dónde vive, aunque comparte espacio con el pintor Vilas Bugallo. Un día escapó a Vigo sin despedirse. Allí lo ha visto algunas tardes Manuel Jabois, al que sablea tabaco mientras le da una lección neumológica sobre lo pernicioso del cigarro. Ambos van de Camel, creo.

En el paisaje de la poesía española del último medio siglo, Carlos Oroza está entre el malditismo y el exvoto de hornacina. Es un tipo salvaje con esquelatura de astilla. Algo así como el druida de una civilización donde sólo queda él en pie. Y, preferiblemente, en paradero desconocido. Algunas de sus frases mejor ultimadas fueron concebidas para impactarlas contra el metacrilato de la normalidad. Solía decir que ser poeta es un auténtico fracaso, a la manera de los malditos. Pero él está amarrado a la poesía con una voracidad de verso amplio, sostenido por el repentismo y por esa libertad radical que era más estética que ética. Oroza, dicen, gustaba de un aspecto de peregrino de esos que se lavan ellos mismos la camisa. Era, principalmente, un poeta oral que asestaba largos poemas a aquellos que le atendían y a esos otros que iban por los cafés de zascandileo, con la pretensión de mostrarse cultos con sus trajes de advenedizos. A estos últimos los asustaba diciendo que las aceras levantadas de Madrid tenían como único propósito encontrar los huesos del bueno de Machado (Antonio). Y parece que ese humor gallego y sequizo resultaba eficaz como repelente de cursis y trasnochados.

Umbral dijo que Oroza gastaba un extraño parecido físico con César Vallejo. Cuenta que algunos días sacaba de la chaqueta la estampa de un cuadro de Francis Bacon y asestaba una disertación feroz y patética sobre el canibalismo del pintor británico, sobre la nomenclatura de la muerte, sobre la confusión de los deseos y cosas de este pelaje. Hablando solo entre la curiosidad de los demás y su desdén hacia el auditorio.

Pocos tipos tan inesperados como Carlos Oroza. Hubo quien le dio por muerto cuando dejó de verlo por Madrid. Aquella orquestación suya que combinaba la figura algo torturada y los poemas altamente desatados, incandescentes, poderosos de música y escritos como a mordiscos, dejó un extraño vacío en el Gijón y en las calles aledañas. Antes había tenido un pasado en París, entre artistas que comían carne de gato. Y aquella vida desparejada había hecho surco en los cafés de Madrid. Así que cuando se piró, como escapando de algo (quizá de sí mismo), hubo una orfandad entrecortada y algo obsesiva. «¿Y Oroza?», preguntaba algún parroquiano. «Dicen que ha muerto», contestaba perezosamente el de al lado. Pero Oroza estaba en Vigo, caminando al trote, dejándose querer. Ensayadamente furtivo.

El periodista Ramón Rozas me envía sus libros desde Pontevedra. Volúmenes que no encuentra casi nadie. El último lleva un título abundante (y quizá algo ambulante): En el norte hay un mar que es más alto que el cielo, publicado en la colección Tambo hacia 2005. Allí hay versos poderosos, enigmáticos, dotados de una música insistente, como hechos para la recitación alegre de la mañana: «Se ha dividido en dos el mundo y he vuelto a ser como una bestia realizada». O hallazgos también cargados de fatalidad, como estos otros: «No te muevas./ No te muevas entonces a no ser que sea para entrar en ti mismo./ Y en el territorio allí no compartido permanece./ Que suban los que sufran la tentación del norte».

Carlos Oroza viene como de viajes mitológicos. Da igual que sólo haya dado la vuelta a la manzana. Él aparece como recién caído de un mundo que también es coloreado. A la edad que suma este hombre, si se es convencional se es dudoso. Así que él ha preferido la licantropía de no aceptar la normalidad que imponen otros. Huye de los biempensantes y, como antídoto, se ha impuesto unas altas dosis de aislamiento. Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un gallego tan claro, tan rico de aventura. Yo canto su extrañeza con palabras que gimen.

La primera vez que vi a Oroza fue en la sala de conciertos del Colegio Mayor San Juan Evangelista de Madrid. Eran los últimos años 90. Aquella noche compartió cartel con Leopoldo María Panero y algún otro. Cuando salió al escenario, ya de los últimos, proyectaron por el techo y a su espalda un jaleo de luces raras y constelaciones, como en una película de las galaxias. Bajo aquel emparrado delirante, Oroza desplegó una poesía encarnada, sin taquigrafiar, como una suerte de lujo y de barbarie colisionando en aquella voz de poeta sin suerte que hoy cobra 3.000 pavos por recitar. Leyó, improvisó, reprodujo de memoria unos poemas elegantemente explosivos, con una austera orquestación de gestos casi imperceptibles, palabras y contrapalabras que se hincaron en el pecho de los modernos a rabiar y de los colgados afanosos que aquella noche imprecisa invocaban su pequeña temporada en el infierno al tener en el mismo perímetro a Oroza y a Panero... Pero Oroza, ¿dónde está?

Mañana:

Wojan Shaherkani